Putero, jugador y bebedor este genio de las letras nos dejó en sus escritos la imagen de esa Castilla que no acababa de salir de la Edad Media. En el fondo de sus letras Cervantes nos refleja lo que fue la sociedad del imperio donde nunca se ponía el sol. Esas ciudades con el hedor de cientos de vagabundos tirados en las calles viendo pasar a los señores de capa y espada, ese campo hambriento lleno de pulgas y roña, esa miseria moral y cultural que solo cuatro genios como él consiguieron superar. En sus obras criticó amargamente todo lo que le rodeó. Su gran ironía, que no llegaron a entender sus contemporáneos, transmite la voz de un alma afligida por lo que vive y le rodea, un alma herida llena de la más absoluta tristeza ante el cuadro que representaba su vida.
Nos fotografió ese imperio lleno de hambre, envuelto en mil batallas sin sentido por media Europa que se deshacía como azucarillo en el café. En un mundo lleno de sotanas y figuras que suplicaban algo de comida, Cervantes a lomos de su caballero y junto a su campesino analfabeto recorrió la tierra más deprimida de toda Europa para convertirla en el escenario de su gran mensaje. Dibujó con sus licenciados, gitanillas, pícaros y demás personajes esos rincones lúgubres en las ciudades de los austrias, esas mentes roídas por la miseria y el esperpento.
Detrás de don Miguel no hay ingenuidad, hay dolor, mucho dolor. Los grandes genios saben lo que viven y lo que escriben. En la actualidad hay mucho biógrafo que se empeña en escribir páginas y más páginas de una vida que sabemos muy poco, cuando realmente nos teníamos que empeñar en conocer lo que nos dejó escrito, ese escrito que nos hace reír, pensar, meditar… y también soñar. Su mensaje es su vida y también su muerte.
Con su pluma observándole desde el escritorio roído por la carcoma y los ratones murió don Miguel. Ese caballero que murió como vivió: en una habitación húmeda rodeada de pobreza y penuria.
“Todo eso no me descontenta; prosigue adelante –dijo don Quijote–. Llegaste, ¿y qué hacía aquella reina de la hermosura? A buen seguro que la hallaste ensartando perlas, o bordando alguna empresa con oro de cañutillo para este su cautivo caballero.
–No la hallé –respondió Sancho– sino ahechando dos fanegas de trigo en un corral de su casa.
–Pues haz cuenta –dijo don Quijote– que los granos de aquel trigo eran granos de perlas, tocados de sus manos. Y si miraste, amigo, el trigo ¿era candeal, o trechel?
–No era sino rubión –respondió Sancho.
–Pues yo te aseguro –dijo don Quijote– que, ahechado por sus manos, hizo pan candeal, sin duda alguna. Pero pasa adelante: cuando le diste mi carta, ¿besóla? ¿Púsosela sobre la cabeza? ¿Hizo alguna ceremonia digna de tal carta, o qué hizo?
–Cuando yo se la iba a dar –respondió Sancho–, ella estaba en la fuga del meneo de una buena parte de trigo que tenía en la criba, y díjome: ‘‘Poned, amigo, esa carta sobre aquel costal, que no la puedo leer hasta que acabe de acribar todo lo que aquí está’’.
–¡Discreta señora! –dijo don Quijote–. Eso debió de ser por leerla despacio y recrearse con ella.”
Nos fotografió ese imperio lleno de hambre, envuelto en mil batallas sin sentido por media Europa que se deshacía como azucarillo en el café. En un mundo lleno de sotanas y figuras que suplicaban algo de comida, Cervantes a lomos de su caballero y junto a su campesino analfabeto recorrió la tierra más deprimida de toda Europa para convertirla en el escenario de su gran mensaje. Dibujó con sus licenciados, gitanillas, pícaros y demás personajes esos rincones lúgubres en las ciudades de los austrias, esas mentes roídas por la miseria y el esperpento.
Detrás de don Miguel no hay ingenuidad, hay dolor, mucho dolor. Los grandes genios saben lo que viven y lo que escriben. En la actualidad hay mucho biógrafo que se empeña en escribir páginas y más páginas de una vida que sabemos muy poco, cuando realmente nos teníamos que empeñar en conocer lo que nos dejó escrito, ese escrito que nos hace reír, pensar, meditar… y también soñar. Su mensaje es su vida y también su muerte.
Con su pluma observándole desde el escritorio roído por la carcoma y los ratones murió don Miguel. Ese caballero que murió como vivió: en una habitación húmeda rodeada de pobreza y penuria.
“Todo eso no me descontenta; prosigue adelante –dijo don Quijote–. Llegaste, ¿y qué hacía aquella reina de la hermosura? A buen seguro que la hallaste ensartando perlas, o bordando alguna empresa con oro de cañutillo para este su cautivo caballero.
–No la hallé –respondió Sancho– sino ahechando dos fanegas de trigo en un corral de su casa.
–Pues haz cuenta –dijo don Quijote– que los granos de aquel trigo eran granos de perlas, tocados de sus manos. Y si miraste, amigo, el trigo ¿era candeal, o trechel?
–No era sino rubión –respondió Sancho.
–Pues yo te aseguro –dijo don Quijote– que, ahechado por sus manos, hizo pan candeal, sin duda alguna. Pero pasa adelante: cuando le diste mi carta, ¿besóla? ¿Púsosela sobre la cabeza? ¿Hizo alguna ceremonia digna de tal carta, o qué hizo?
–Cuando yo se la iba a dar –respondió Sancho–, ella estaba en la fuga del meneo de una buena parte de trigo que tenía en la criba, y díjome: ‘‘Poned, amigo, esa carta sobre aquel costal, que no la puedo leer hasta que acabe de acribar todo lo que aquí está’’.
–¡Discreta señora! –dijo don Quijote–. Eso debió de ser por leerla despacio y recrearse con ella.”