21 septiembre 2007

Las Guerras Cántabras (1ªparte)


La guerra cantábrica, como las demás guerras importantes que registra la historia, obedece a planteamientos de carácter esencialmente político. El imperio con el que Augusto se encontró en sus propias manos, planteaba ya numerosos problemas de todo orden, entre los cuales no era precisamente el menor el problema de su seguridad de cara a las fuerzas exteriores al mismo. Dicho de otra manera, el emperador tenía que cuidar sus fronteras, adoptando para defenderlas algún tipo de política eficaz que respondiera a las necesidades del momento.
Una vez concluidas las largas sangrientas guerras civiles, Augusto tuvo por fin la ocasión de plantearse muy seriamente el problema de las fronteras, el limes, palabra que adquiriría gran resonancia en la historia del imperio. El imperio para él había adquirido ya sus dimensiones precisas. No era necesario conquistar más; ahora se trataba de defender. En el oriente la existencia de algunos pequeños reinos aliados podía servir de mampara elástica contra el ataque de los grandes enemigos, que allí no sólo eran las tribus beduinas de árabes procedentes del desierto, sino el no muy lejano y siempre poderoso reino de los Partos, que amenazaba desde más allá del desierto. Estos reyezuelos autónomos, aliados del imperio, eran entonces los de Judea, Arabia, El Ponto, Galacia, Comagene y la Pequeña Armenia.
En el norte de África el enemigo no era otro que los beduinos. En Europa, además de los residuos celtas aún independientes de las Islas Británicas, el imperio se enfrentaba fundamentalmente a los germanos; en la zona oriental, al norte de los Cárpatos, apuntaban ya, aunque todavía lejanos, los pueblos eslavos.
Para mantener el limes había que fortificarle y concentrar en él las tropas, que, una vez concluidas las guerras civiles, no tenían por qué seguir acantonadas dentro del imperio. En consecuencia, el ejército fue reducido a sólo 26 legiones, que, con las tropas auxiliares, no elevaba sus efectivos a más de 300.000 soldados. Pero, sobre todo, era preciso delimitar las fronteras, haciéndolas coincidir con la geografía más adecuada y evitando peligrosas concentraciones de enemigos más allá del limes. Éste en la Europa nórdica era el Rin y el Danubio, pero, como medida de seguridad, Augusto se propuso que sus tropas llegaran hasta El Elba y, un siglo después, Trajano haría algo similar en el Danubio, incorporando la Dacia. Ambas regiones estaban destinadas a perderse: la Germania transrenana en la época del propio Augusto, y la Dacia en los tiempos del emperador Aureliano.
En este marco de la política exterior de Augusto se comprende perfectamente que la situación del norte de España encerrada dentro del imperio con dos pueblos independientes y pendencieros, aferrados a las montañas y asomándose al mar, los cántabros y los astures, representaba una anomalía intolerable. Esta situación aparece perfectamente definida por Floro y éste debió tomarla, sin duda, de Tito Livio, al plantear el comienzo de las hostilidades entre Roma y estos pueblos: "En el Occidente había paz y en casi toda Hispania excepto la parte de la Citerior pegada a los riscos del extremo Pirineo del que acaricia el océano. Aquí se movían dos muy esforzados pueblos, los cántabros y astures, ajenos al imperio. Los cántabros por su fiereza eran los primeros, los más violentos y los más pertinaces en la rebelión, los cuales, no contentos con defender su libertad, trataban también de dominar a sus vecinos, atormentando a los Vacceos, Turmogos y Autrigones con incursiones frecuentes.

Fuente:
González Echegaray J.

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